15/05/07

En El decálogo filosófico el círculo hermenéutico entre la escritura y la lectura es una órbita que se abre, cual elipse o parábola, cuyo límite, tras Leibniz, es el infinito: un decir poético siempre enigmático, como su seudónimo: Dyma Ezban, un yo que es otro, como el de Artur Rimbaud.

Estamos ante un ensayo filosófico que es al mismo tiempo, gracias a una vecindad heideggeriana entre la filosofía y la poesía, un poemario filosófico. Un ensayo poema sistemático, una investigación y un encuentro intuitivo, al mismo tiempo un texto que cobija el cuerpo literario de múltiples aforismos que son versos y un sin fin de versos que son aforismos.

El Decálogo es un geiser de citas ejemplares de filósofos, pensadores, narradores y poetas que terminan por componer una especie de Rayuela, cuya originalidad ensayística y poética es digna no sólo de leer sino de discutir, así como de disfrutar cual poesía filosófica, como diría Heidegger de Hölderlin, porque es un decir esencial que da qué pensar.

Por El decálogo filosófico de Dyma Ezban, nos deslizamos hacia una polisemia poética que al querer decir —como dice Heidegger— lo que no ha sido dicho, aspira a decir el Ser, lugar imposible —como sostiene Eugenio Trías— donde el poeta y el filósofo se encuentran. Y en esta vecindad entre la poesía y la filosofía hablan los ángeles y los demonios de la lengua, se encuentran las analogías aristotélicas entre todas las cosas y se dicen —en el tono del mono gramático— las transparencias universales que son las analogías, puesto que son las únicas que ven en esto aquello.

En el principio era la palabra y la palabra era el principio, la palabra principal y principiante —en palabras de Paz— la primera palabra de la que proceden todas las demás palabras. Y la palabra se hizo canto, y el canto danza, palabra mágica, salmo, versículo, la creación de otro tiempo en el tiempo, el tiempo de la poesía: el instante. Así, la palabra devino poíesis, la causa que hace que lo que no es sea. Y la poíesis sobrevino poesía: una meditación sobre la condición humana, sobre eso otro que nosotros mismos somos y que la poesía sólo nos revela por instantes.

El habla del ángel: Para Dyma Ezban, en el principio hay un ángel caído, una falla, una blasfemia y una condena. Porque en el principio sobre el caos colocó Dios al mundo, y separó las aguas de la tierra, al bien del mal. Estamos condenados a hablar, a rezar o a (mal)decir al mundo, el mal del mundo, la maldición de nuestra condena: estamos condenados a la poesía. ¿Fracasa la poesía ante la vida? No, la poesía es revelación, oráculo de nuestro destino trágico, de nuestra caída en el ser, sin haberlo pedido y sin saber la causa de haber sido eyectados en el mundo, por lo que sólo nos queda, como advierte Heidegger, pro-eyectarnos, crear, producir e inventar.

Por el camino de Dyma Ezban descubrimos que la poesía lleva a acabo los mismos ideales terapéuticos de la religión, sólo que ella cura de la herida de la existencia, sin prometer la inmortalidad ni condenar la vida. Por ello Dyma Ezban canta: “Porque es una condición necesaria para ser poeta construir su propia poética”. (PE, p.37).

Cuando habla el ángel dice: “La humildad perfecta / es sentir la ausencia de toda eternidad”. (PE, p. 69). ¿Cómo no escuchar el eco de Ciorán?: “A todo podrá renunciar el hombre, menos a la sed de absoluto, que sobrevivirá a la destrucción de todos los templos y a la desaparición de todas las religiones sobre la Tierra”.

Con Dyma Ezban se colige que “El arte ha sido el mejor vino / para embriagarnos de la ausencia de Dios”. (PE, p. 75). Pero el consuelo del dolor de existir lo echa por tierra Marcel Duchamp al exhibir en un museo como objeto de arte un miadero. De ahí el canto de Dyma Ezban: “El arte de los hombres / no me convence, / deseo que los dioses vengan a ser los poetas, / los músicos, los pintores, / siento que el muerto, en su féretro, / es una obra maestra, de ahí el hábitat natural / de arte de los dioses”. (PE, p. 75).

¿Y el amor? ¿El verdadero amor? Si, como dice Dyma Ezban: “Unas mujeres son para hacer el amor / otras para vivir con ellas muchos años, / pero sólo a Dios se le ha de entregar la vida”. (PE, p. 87). Los asuntos de la cama, como en”El banquete” de Platón, sólo producen la caída del amado en amante, mientras las cuestiones del amor son materia del amor al saber y del saber del amor. Y el amor al saber, al que se le supone el saber, en su más elevada expresión, es el amor a Dios, a quien —como advirtió Jacques Lacan— hasta el ateo debe suponer su existencia, para no ocupar el peligroso lugar del Buen Dios: la locura.

“Cada hombre es todos los hombres / y no le preocupa la muerte, / pues nunca sabe, de ellos, / quién es el que va a morir”. (PE, p. 105). Este es un verso en el que se puede escuchar el “yosotros” de Unamuno, la dialéctica entre lo singular y lo universal, griega, latina, moderna y contemporánea. Y su descuido de la muerte —como para Spinoza— se debe a su grado de libertad.

El miedo del tiempo: En un segundo instante deviene el tiempo para recrearse con el mundo. La genealogía del error de Dyma Ezban evoca al errante, al que en la metafísica de Heidegger de tanto errar un día cae en la fosa. Pero es, también, como para el mismo Heidegger, la única manera de pescar a la verdad por el error, ahí donde tropieza el habla.

El error de Narciso, el de los mil manantiales, es no mirarse en los ojos de las ninfas. Su acuática muerte procede del tedio de sí mismo, del ensimismamiento. Narciso se ahoga en sí mismo por no mirarse en las fontanas miradas de las ninfas.

El error de Nietzsche es asesinar a un cadáver. Lo advierte Derrida: todas las religiones adoran a un Dios muerto. De aquí el pensamiento de Dyma Ezban: “Un instante después del Infinito / nos comunica Dios /: Nietzsche ha muerto”. (SE, p. 21).

Como dice San Agustín en sus “Confesiones”: “Si me preguntan si amo a Juan o a Pedro no me es difícil responder. Sé que el tiempo es más corto cuando estoy con alguien que amo y más largo si me sientan en una estufa. Pero no sé qué es el tiempo”. Por eso San Agustín descubre la temporalidad en la historia de la salvación, del alfa al omega, el pasado, el presente y el futuro en un tiempo continuo: la temporalidad. Entonces ... ¿Por qué no habría de tener miedo al tiempo Dyma Ezban?

La educación del dolor: La asunción de la vida también es la pasión del dolor: que es hostia y vino, vocación divina de infinito, esperanza de un amanecer que no llega... Más allá de la modernidad, que entre otro de sus proyectos está el de expulsar el dolor, incluso de vivir, del que nacen los analgésicos, Dyma Ezban, al lado de Eckhart y Hölderlin, propone una Paideia del Dolor, para resistir a los golpes del destino, pues no somos nada y así vamos por el mundo, antes bien somos las hermosas heridas del tiempo

La consolación del placer: El cuarto escrito del escribano es el libro de la crucifixión y la redención. Lo dice el filósofo con notas poéticas: “Se instaura la bondad en la silente tumba de quien no ha de morir”. (CE, p. 115). Nuestro nombre es una palabra que nos representa ante los demás, la imagen del cuerpo y la carne misma están destinadas a la caducidad. La muerte es la única que nos es verdaderamente propia. Pero la inmortalidad está en el nombre, en nombre de Dios, si es que Dios nos ha nombrado, pues es esta escritura del nombre en el cuerpo la impronta que pervive en la lápida oen la urna funeraria: “para reconocernos en la resurrección siendo olvido bajo los cantos de todos los senderos”. (CE, p. 122). Todo para levantar con los ángeles el sepulcro vacío, de quien muerto vive para que quien muerto viva: “¡Salve! ¡Padre, Poesía del Reino!”. (CE, p. 125).

Nombral del nombre: El nombre está consagrado: “A los filósofos / A los Niños / A los ancianos / A las mujeres / Del mundo / Del país / De mi memoria / Del olvido. / A los poetas / de la Nación del habla”. Entrar en el nombre es devenir sujeto, sujetado a la cadena infinita de palabras, en la que cada uno y una somos un eslabón más. Esto es lo que nos permite pertenecer a lo humano, a la singularidad y a la presencia que, como ya decían los presocráticos, es caer en la injusticia, puesto que es la diferencia la verdadera madre de la injusticia. El nombre nos salva y nos condena, porque el lenguaje nos llama y nos salva, al tiempo que nos condena a hablar.
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Dra. Ph. Rosario Herrera Guido